En su
infancia, a los once años de edad, el escritor jalisciense Agustín Yáñez
(1904-1980) hizo un viaje con unos parientes al pueblo de Totatiche, a 180
kilómetros de Guadalajara, rumbo al Norte. Esta ruta se encuentra hoy
totalmente pavimentada, puede transitarse en tres horas, pero en aquel tiempo y
hasta mediados del siglo pasado, era en su mayor parte un camino de herradura; no
había otra alternativa que recorrerla a lomo de bestia en cuatro jornadas, bajo
la reconocida autoridad de los arrieros. Así lo hizo Yáñez en 1915, en plena
Revolución y al parecer convaleciente.
En ese viaje
se inspiró este ilustre literato para su obra “Pasión y convalecencia” (1938),
en donde luego de describir el descenso de la Barranca de Huentitán, el cruce
del Río Santiago, en balsas, y el fragor de una tormenta que encontraron en el
camino, a la que sin embargo “reverenciaban, tercas en su inmovilidad, las
acémilas, echadas adelante las orejas en devota, paciente actitud”, habla de la
vuelta del sol y la opulencia del crepúsculo:
“Había luz
cuando los viandantes alcanzaron la ceja de la barranca; llegaron temprano al
pueblo de Teules; al arrimo del fogón, en la cocina de una fonda, acabaron de
secarse las aguas de bautismo rural; convidaba Maritornes su lecho, pero el
ávido convaleciente prefirió adelantarse que descansar. Bajo la noche con
estrellas prosiguió la ruta. Serían las diez, las once o las doce cuando desensillaron
los viajeros y se echaron a dormir sobre el campo raso. Los despertó el sol.
Almorzaron en Atolinga –pueblo de sierra- y para mediodía fueron surgiendo los
perfiles familiares de Comanja, y más allá, diluyendo su azul en el del cielo,
las crestas del Bramador, apenas perceptible a la mística avidez con que
llegaba el pródigo; el camino giraba sus curvas, mas parecía que los montes
daban la vuelta por ir mostrando sus máscaras amigas; irguiéndose sucesivamente
el peñón del Monje sobre la arista occidental del cerro de la Tapona, las
lejanas almenas de Picachos y la gran corona de jade y bermellón con que el
cerro del Petacal ciñe la frente del pueblo; apareció a su tiempo la loma de
San Miguel que tiene a cuestas la Cruz de la Misión, aya de la comarca; el aire
de la casa se adelantó con tibiezas y olores; habló, de lejos, como en el juego
de las escondidas, la campana parroquial; reconocieron las acémilas su
querencia; trotaron, alcanzaron el río, bailaron sobre sus aguas y saciaron la
sed con moroso entusiasmo; venían saltando y balando los corderos del tío don
Pedro; sonó otra vez, más clara e inmediata, la voz de la campana mayor; acabó
por rodearse la loma de San Miguel y –cabe la ermita del Ánima Sola, entre los
dos ancianos cipreses –vuelos del corazón saludaron el panorama de la aldea,
intacta como la mañana en que comenzó a esperar al ilusionado conquistador de
ciudades. Tendíanse al encuentro, como brazos, las bardas de la calle real.
Sonaban sobre el empedrado, como ritmo de un himno, las herraduras de la recua.
Había olor de golosinas, fragor de menestrales, hosanas rústicas y, a la media
calle, frente a la casa paterna, los lazos que estrechan al recién vuelto del
reino de la Muerte”.
Fuente: “Pasión y convalecencia”.
Agustin Yáñez (1938)
Buen dia, es muy interesante esto de los arrieros , como ya les comente me gustaria saber si conocen algun lugar de abastecimiento o descanso , ojala y me puedan ayudar gracias...
ResponderEliminarHola Rubén: Con el gusto de saludarlo le informo que la mayoría de los mesones que funcionaron en Guadalajara y demás poblaciones del Occidente de México hasta mediados del siglo pasado, han sido demolidos o convertidos en hoteles y restaurantes. Un buen tema de investigación sería precisamente ése: cuántos de los viejos mesones de esta región y de México quedan todavía en pie. Si en algo puedo ayudarlo para esta investigación, estoy a sus órdenes. Le mando un cordial saludo.
ResponderEliminarJavier Medina Loera.