viernes, 15 de junio de 2012

Entre la ciudad y el campo


“El convaleciente, jinete en lustrosa acémila, rinde la peregrinación a su pueblo en tres jornadas; mientras más se aleja de los grandes poblados, mientras que por los caminos encuentra menos gentes, mientras más hondas las barrancas, los ríos más anchos, las cuestas más salvajes, mejor se exalta la alegría de vivir y respirar a todo pulmón.
“La primera noche durmió como un patriarca en el zaguán de la posada llena de arrierías, entre maldiciones y toses; el mozo lo despertó al lucero del alba; ni siquiera las mujeres se habían levantado a moler; se ensilló al resplandor de un mechón de ocote; sonaba un arroyo; la noche alta rumoraba; y esto fue bajar la barranca que desde la tarde anterior desenvolvía sus cuestas ante el viajero. Esclareció, brillaron las nubes, salió el sol; en las cumbres fronteras iban levantándose columnas de humo hacia el cielo; tiritaba de frío de amanecer, el caminante; abrazaba el camino rocas y laderas, se quebraba en zetas, hundíase en torrenteras, pero no descubría ni su fin, ni el calor de un jacal, ni el arrimo de una ordeña. Ya el sol fuerte, los peregrinos llegaron a un caserío y hubieron huevos, frijoles, chile y tortillas; ¡qué gran almuerzo! ¡qué auténtica gloria de vivir y ser flor de la naturaleza! ¡qué sentido de amor a estos barranqueños, a sus canes ladradores, a su huerto y cuamiles, a la montaña, a las águilas, a los cielos, al río minúsculo que se adivina en el fondo, a cientos de metros! Fraternidad y pavor. Grandeza y miseria. Plenitud vital que es amor y asombro”.
Fragmento de “Pasión y convalecencia”. Agustín Yáñez (1938).

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