“El
convaleciente, jinete en lustrosa acémila, rinde la peregrinación a su pueblo
en tres jornadas; mientras más se aleja de los grandes poblados, mientras que
por los caminos encuentra menos gentes, mientras más hondas las barrancas, los
ríos más anchos, las cuestas más salvajes, mejor se exalta la alegría de vivir
y respirar a todo pulmón.
“La primera
noche durmió como un patriarca en el zaguán de la posada llena de arrierías,
entre maldiciones y toses; el mozo lo despertó al lucero del alba; ni siquiera
las mujeres se habían levantado a moler; se ensilló al resplandor de un mechón
de ocote; sonaba un arroyo; la noche alta rumoraba; y esto fue bajar la
barranca que desde la tarde anterior desenvolvía sus cuestas ante el viajero.
Esclareció, brillaron las nubes, salió el sol; en las cumbres fronteras iban
levantándose columnas de humo hacia el cielo; tiritaba de frío de amanecer, el
caminante; abrazaba el camino rocas y laderas, se quebraba en zetas, hundíase
en torrenteras, pero no descubría ni su fin, ni el calor de un jacal, ni el
arrimo de una ordeña. Ya el sol fuerte, los peregrinos llegaron a un caserío y
hubieron huevos, frijoles, chile y tortillas; ¡qué gran almuerzo! ¡qué
auténtica gloria de vivir y ser flor de la naturaleza! ¡qué sentido de amor a
estos barranqueños, a sus canes ladradores, a su huerto y cuamiles, a la
montaña, a las águilas, a los cielos, al río minúsculo que se adivina en el
fondo, a cientos de metros! Fraternidad y pavor. Grandeza y miseria. Plenitud
vital que es amor y asombro”.
Fragmento de “Pasión y
convalecencia”. Agustín Yáñez (1938).
No hay comentarios:
Publicar un comentario