“Director con perfiles de dictador, al mismo
tiempo que juglar y siervo, el arriero era el protagonista de la travesía. Los
mesones de El Nevado, El Porvenir y Las Palomas, en Guadalajara, junto al
Mercado Alcalde, que la gente se obstina en llamar la Plaza de Toros, o el
mesón de El Progreso, junto a Santa María de Gracia, eran sus centros de
operaciones: allí se le buscaba para el ajuste del flete, para discutir la
urgencia del viaje cuando alegaba tener compromisos de transportar mercancía,
para convenir la hora y punto de la partida, bien ésta fuese del mesón o aquél
recogiera en sus domicilios a los pasajeros.
“Lo mejor
era madrugar ese día, para que no agarrara la fuerza del sol a los caminantes
en la barranca. Y esto era andar montados en burro por las mismas calles de la
ciudad, pasar frente al Hospital de Belén, salir por el barrio del Retiro a la
garita, tocar el Agua Delgada, llegar a Huentitán, a la Ceja de la Barranca y
comenzar el trabajoso, largo descenso. Si se había salido tarde, la caravana
comía en el Plan de Río, tras de cruzar el Santiago, antes, dificultosamente,
sobre balsas; después, sobre el Puente de Arcediano. Lo habitual era sestear a
media cuesta, en el paraje de San Marcelo, donde soplan agradables vientos, hay
fondas y sitios de descanso; bien del otro lado de la barranca, en Mascuala, o
de una buena vez en el parador de La Higuera, meta de la jornada.
“Toda ella
difícil, el peor paso de la barranca, nombrado la Peña Prieta, se halla entre
las huertas del Río y San Marcelo; el camino se angosta sobre precipicios,
hasta sólo permitir el tránsito de una cabalgadura, no más; allí los mismos
arrieros encomendábanse a Todos los Santos e iban con el Jesús en la boca,
defendiendo las pisadas de su recua, sobre los voladeros; las mujeres rezaban,
y aun los hombres preferían andar el trecho a pie. Vencido el paso, podía
respirarse a plenos pulmones, la algazara volvía, reanudaban sus cantos,
alegres chiflidos e interjecciones los arrieros, acababa por establecerse la
confianza entre todos los caminantes, rompiendo comedimientos y hurañeces de
los mutuos desconocidos y de los que se habían tratado poco.
“Sí que a
veces el recelo a desbarrancarse subsistía en tanto no se llegase a lo parejo,
tiempo de dar gracias por haber salido del peligro. Comenzaban a trotar las
bestias. En dos por tres –con el sol bien alto- se alcanzaba La Higuera, se
disponía de la tarde y de la noche para reposar, desentumeciendo las piernas,
oyendo el murmullo del arroyo, cortando yerbecillas y flores rústicas, mirando
las luces del crepúsculo, charlando en torno a la mesa del parador, trocando el
cansancio por las incomodidades, que bien duras eran: los cuartos del mesón con
camas de tablas y petates, el imperio de las alimañas, el entrar libre del
aire, las toses y las conversaciones desveladas, los relinchos, rebuznos,
ladridos, el temprano rumiar de las acémilas y, al alba, el trajín de los
arrieros que disponían la marcha, entre sombras”.
Fragmento de “Yahualica”. Agustín
Yáñez (1946).
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