Guillermo
Prieto (1818-1897), poeta y político liberal, es testigo de calidad sobre la
arriería mexicana en el siglo XIX, ya que en su juventud trabajó en la aduana
de México, centro de actividad comercial de primer orden. En “Memorias de mis
tiempos” (1853) este autor goza con describir escenarios y personajes populares
de la época.
En su
descripción de la aduana dice que “era naturalmente plebeya, pero plebeya como
la viruela, como el cardo, como el mosquito que espanta el sueño; yo le
encuentro cierta semejanza con la red y la ratonera, con la trampa y con la
Inquisición. Pero la aduana podía decir como el Don Donato de Bretón: ´Tengo
dinero´.
“Así es que
en las prerrogativas oficiales, en las aspiraciones de altos personajes á las
jefaturas en sus conexiones con el rico comercio –continúa Guillermo Prieto-,
la aduana rayaba á grande eminencia y era de muchísima importancia su
intervención en los negocios. El gran movimiento de mulas y carros, entrando y
saliendo por las puertas de entrada y salida; los montones de tercios que se
abrían y cerraban en los patios amplísimos al ruido aturdidor de cuñas y
martillos; el tumulto de cargadores rodando barriles y transportándolos; los
vistas con sus guías en las manos confrontando facturas, examinando efectos y
disputando con amos y dependientes, y la multitud que á la oficina penetraba de
indios, indias, arrieros, dependientes de tiendas y cajones, portadores de
dinero, etc., todo hacía de aquellas oficinas la mansión del ruido, la estancia
del trajín, la guarida de la fatiga y el remedo del tumulto, de la inundación y
del incendio”.
Habla luego
del edificio que alojaba a la aduana diciendo que “la grande oficina tenía á la
entrada un gigantesco cancel que daba paso á un ancho salón de 40 varas de
largo, con barandillas y mesas con sus papeleras á los lados, y en el fondo una
imagen colosal de la Virgen de Guadalupe, á la que ardían constantemente dos ó
cuatro velas.
“En la pared
izquierda del salón se destacaban tres grandes puertas de los tres
departamentos más importantes de la oficina: la Administración, la Contaduría y
la Tesorería. Cada uno de estos departamentos tenía su fisonomía particular:
lujoso y con sillones el primero, silencioso y como substraído á todo trajín el
segundo, y el tercero tumultuoso, con el ruido de los pesos, los atropellos de
los causantes, los contadores de dinero con sus mandiles en el mostrador y sus
cargadores y criados de confianza ladinos é insolentes.
“Las mesas
que decoraban el salón marcaban los distintos ramos y operaciones del despacho:
“Mesa de Pases”, “Mesa del Viento”, “Mesa de Abonados”, “Mesa de efectos del
país”, de “Liquidaciones”, de “Libros”, etc.
“Las mesas
de Pases y del Viento eran escándalo é insurrección perpetua: á la primera
acudían en tropel los viajeros, que, listos para marchar, desde las cuatro de
la mañana esperaban en todo tiempo hasta las nueve á que se abriera la oficina.
A la segunda los introductores que dejaban prenda en la garita y que acaso
habían pernoctado en México con gravámenes inmensos porque la oficina se
cerraba á las dos de la tarde. ¡Ay del infeliz que mostraba impaciencia! ¡Ay
del distraído que olvidaba quitarse el sombrero reverente!...
“A la mesa
del Viento se agolpaban queseros, maiceros, introductores de piedras, vigas,
ganados, etc.; la tarifa era voluminosa, las cuotas variadísimas, la urgencia
del causante la misma, y la holgura y cachaza de los empleados la propia. Solía
haber sus altercados provocativos; no faltaban rancheritas de dentadura blanca,
pecho saliente que humanizaran á los canes del fisco; pero tratándose del
tesorero, era forzoso esquilmar y exprimir al contribuyente so pena de las
anatemas de la superioridad, manía que aún subsiste”.
Acerca del
burocratismo imperante en esas oficinas, Guillermo Prieto afirma: “Una borrada
ligera, un rasgo de pluma acusado de sospechoso, una entrerrenglonadura, eran
pretexto de una demora, ó un proceso, ó motivo de ruina para un infeliz.
Invento de maldición y tortura puede llamarse á la alcabala; pero los que se
interioricen en sus trámites, los que puedan valuar sus extorsiones, su
ineficacia, sus delatores y verdugos, tienen que contarla como una de las
mayores calamidades del pueblo”.
(Gracias a Carmen Libertad Vera, la
“Diablina Monina”, por enviarme el texto de “Memorias de mis tiempos”, de Guillermo
Prieto).
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