En tiempos
de guerra los arrieros fueron generalmente respetados por bandos contrarios, ya
que en su función de llevar y traer víveres, correspondencia y noticias, servían
a la comunidad en general. Sin embargo, no pocos practicantes de este noble oficio
pagaron con su vida y con sus bienes la audacia de salir a los caminos en tan
peligrosas circunstancias.
En su obra “Mi caballo, mi perro y mi rifle”, el
escritor michoacano José Rubén Romero (1890-1952) http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Rub%C3%A9n_Romero
habla de un par de rebeldes,
Julián y Ramiro, que en plena Revolución http://es.wikipedia.org/wiki/Revoluci%C3%B3n_mexicana
tuvieron necesidad de regresar
urgentemente a su pueblo, porque a uno de ellos, Julián, se le murió su madre.
Sin embargo, la plaza estaba tomada por el Ejército federal, de suerte que era
muy riesgoso acercarse siquiera al poblado.
En estas condiciones,
ambos revolucionarios urdieron disfrazarse de arrieros para poder entrar al
pueblo, pero como no traían burros, echaron mano de dos que pastaban
tranquilamente en una huerta, aún con el riesgo de toparse en el camino con el
dueño de los mismos.
En la
primera esquina del poblado levantábase una trinchera de adobes del alto de una
persona, y al acercarse ambos rebeldes, les dieron el quién vive. Ramiro, atolondrado, contestó: “Dos burros, con unos
arrieros. Digo mal, dos arrieros con unos burros”.
Guardaban la
trinchera dos o tres soldados que, al verlos, los dejaron pasar sin más
requisito. “Adelante”, dijeron.
“Luego de
andar dos cuadras en tan buena compañía”, los rebeldes “dieron de mano a los
animalitos, abandonándolos a su suerte”, y se fueron de prisa para evitar otro
peligroso encuentro.
Así llegaron
hasta la casa donde se velaba a la difunta.
Fuente: “Mi caballo, mi perro y mi
rifle”. J. Rubén Romero (1936)
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