viernes, 27 de julio de 2012

El loro de Chontla


En su obra “Arrieros” (1944), el escritor veracruzano Gregorio López y Fuentes habla de un arriero que en vísperas de salir a uno de sus largos viajes, fue llamado por el cura del pueblo para hacerle un encargo: “Quiero que me traigas un lorito de ese rumbo de Chontla http://es.wikipedia.org/wiki/Chontla, pues dicen que son los mejores. Quiero que tenga la lengua negra y que el amarillo le llegue siquiera a la mitad de las alas, es decir, que sea bueno. Te pagaré lo que valga”.
El arriero, cuando estuvo en la Huasteca http://es.wikipedia.org/wiki/Regi%C3%B3n_Huasteca, compró un loro joven, de voz clara, lengua negra y con suficiente amarillo. Tras sus mulas, con su adquisición en un hombro y jinete en su tordilla, emprendió el viaje de regreso, diciendo, de vez en cuando, algunas palabras altisonantes, para avivar el paso de su recua.
De esta suerte, el loro oyó con frecuencia el grito de: “¡Hagan hilo, cabrestas!”, que el arriero dirigía a sus mulas, así como el conocido silbido que siempre seguía a esta orden disciplinaria.
El cura quedó completamente satisfecho con su adquisición. El loro fue instalado en una jaula nueva, tan nueva que parecía de plata. Era tan consentido el animal, que lo mismo se le veía en el curato que dentro de la iglesia. Las señoras más devotas, ésas que se pasan doce horas del día en el templo, le llevaban sus sopas sin dejar pasar una sola ocasión para preguntarle: ¿Eres casado?  Luego se marchaban diciendo que el loro era muy gracioso.
Todo iba bien, pero una mañana, después de los oficios, el cura invitó a las señoras a una reunión en la sacristía para tratar sobre las reparaciones urgentes que la iglesia necesitaba. Diez señoras arrebujadas en sus chales se aglomeraron a la puerta de la sacristía, seguidas del sacerdote, cuando en aquel cóncavo silencio sonó una voz, diciendo: ¡Hagan hilo, cabrestas!, y luego el mismo silbido largo y penetrante del arriero en los pasos difíciles del camino.
Fue un escándalo. Cura y señoras se volvieron asombrados ante aquella orden “arrieril”. Algunas de las damas se persignaban, denunciando que ¡al loro se le había metido el diablo! Y hasta le rociaron agua bendita.
Al día siguiente, el sacerdote, aunque explicándose inteligentemente el origen de aquel desagradable suceso, pero cediendo a las exigencias de las señoras organizadas en comisión, quienes pedían la muerte del deslenguado, optó por abrirle la jaula. Tras un ensayo de corto vuelo, el animal se lanzó por sobre los árboles, un tanto distantes, y luego sobre las sierras, en busca de sus selvas.
Fuente: Gregorio López y Fuentes “Arrieros” (1944).


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