“Un trueno
de asustar, estremeció a la barranca. Siguió un silencio como de un cuarto de
hora. Ya no se oía ni el río, allá abajo; ni los pájaros, como en la mañana,
que casi aturdían entre los árboles; los que platicaban, y eran pocos, lo
hacían en voz baja; comenzaron a jadear los animales; sus pezuñas resbalaban en
las piedras: eran los únicos ruidos, en la tarde que parecía dormida o callada
de miedo. No iríamos a la mitad de la barranca, cuando nos encandiló otro
relámpago terrible; nos agarramos del aparejo, al tiempo de oír el trueno…
¡Santa Bárbara bendita!... Glorifica mi alma al Señor… Y ahora siguieron, cada
segundo, los relámpagos y los truenos; parecía que iba a desgajarse la
barranca; nunca había oído yo en mi vida semejantes descargas; las mujeres,
menos mi mamá, comenzaron a gritar horrorizadas: ‘Si nos cae un rayo… Si nos
cae una peña desgajada… Si no alcanzamos a pasar el arroyo y nos quedamos la
noche en la barranca… Si bajan los lobos, con la oscuridad…´ A todo esto, el
viento era terrible: corriendo por la barranca aullaba como dicen que aúlla el
diablo, y sacudía los árboles con furia de loco o de endemoniado (…)
“Las
primeras gotas fueron grandes, como de a peso fuerte, pero desbalagadas; luego
se hicieron más tupidas y el viento las aventaba con coraje sobre la cara y la
espalda. --¿Cuánto nos falta para llegar? –era el grito de todos, como si
tuviéramos fiebre. --Ya merito –decían los arrieros, sin dejar de chupar, entre
las copas de sus sombreros y el cobijo de sus chinas de palma, por donde
resbalaba la tormenta. Ni dónde refugiarse. Por el lado de Ibarra no hay un
solo ranchito. Lo peor fue que los animales se pararon en seco, alzando las
orejas; no valieron pelitos, chicotazos, palabras duras; por nada del mundo los
hicimos andar (…)
“La cosa fue
bastante penosa, principalmente por el número de mujeres y la inutilidad de los
señores, no acostumbrados a estas sanfrancias. Se quitó la fuerza de la
tormenta; quisieron caminar, aunque despacito, los animales; tardamos más de
una hora en llegar a la ceja de la barranca (…) No sé cuánto caminaríamos.
Desperté con la bulla de que comenzaban a verse las luces de Guadalajara”.
Fragmentos de “Flor de Juegos
Antiguos”. Agustín Yáñez (1942)