En su obra
“Arrieros” (1944), el escritor veracruzano Gregorio López y Fuentes habla de un
arriero que en vísperas de salir a uno de sus largos viajes, fue llamado por el
cura del pueblo para hacerle un encargo: “Quiero que me traigas un lorito de
ese rumbo de Chontla http://es.wikipedia.org/wiki/Chontla, pues dicen que son los mejores.
Quiero que tenga la lengua negra y que el amarillo le llegue siquiera a la
mitad de las alas, es decir, que sea bueno. Te pagaré lo que valga”.
El arriero,
cuando estuvo en la Huasteca http://es.wikipedia.org/wiki/Regi%C3%B3n_Huasteca, compró un loro joven, de voz clara,
lengua negra y con suficiente amarillo. Tras sus mulas, con su adquisición en
un hombro y jinete en su tordilla, emprendió el viaje de regreso, diciendo, de
vez en cuando, algunas palabras altisonantes, para avivar el paso de su recua.
De esta
suerte, el loro oyó con frecuencia el grito de: “¡Hagan hilo, cabrestas!”, que
el arriero dirigía a sus mulas, así como el conocido silbido que siempre seguía
a esta orden disciplinaria.
El cura
quedó completamente satisfecho con su adquisición. El loro fue instalado en una
jaula nueva, tan nueva que parecía de plata. Era tan consentido el animal, que
lo mismo se le veía en el curato que dentro de la iglesia. Las señoras más
devotas, ésas que se pasan doce horas del día en el templo, le llevaban sus
sopas sin dejar pasar una sola ocasión para preguntarle: ¿Eres casado? Luego se marchaban diciendo que el loro era
muy gracioso.
Todo iba
bien, pero una mañana, después de los oficios, el cura invitó a las señoras a
una reunión en la sacristía para tratar sobre las reparaciones urgentes que la
iglesia necesitaba. Diez señoras arrebujadas en sus chales se aglomeraron a la
puerta de la sacristía, seguidas del sacerdote, cuando en aquel cóncavo
silencio sonó una voz, diciendo: ¡Hagan hilo, cabrestas!, y luego el mismo
silbido largo y penetrante del arriero en los pasos difíciles del camino.
Fue un
escándalo. Cura y señoras se volvieron asombrados ante aquella orden “arrieril”.
Algunas de las damas se persignaban, denunciando que ¡al loro se le había
metido el diablo! Y hasta le rociaron agua bendita.
Al día
siguiente, el sacerdote, aunque explicándose inteligentemente el origen de
aquel desagradable suceso, pero cediendo a las exigencias de las señoras
organizadas en comisión, quienes pedían la muerte del deslenguado, optó por
abrirle la jaula. Tras un ensayo de corto vuelo, el animal se lanzó por sobre
los árboles, un tanto distantes, y luego sobre las sierras, en busca de sus
selvas.
Fuente: Gregorio López y Fuentes
“Arrieros” (1944).