Así lucía el Salto de Juanacatlán.
Los modernos
medios de transporte, como el ferrocarril, el automóvil y el aeroplano, desde
su aparición en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, trajeron a
los viajeros comodidades y ahorros en tiempo y recursos que jamás soñaron. Sin
embargo, el precio pagado por ello fue tan alto que se perdió el contacto
íntimo con la Naturaleza que el hombre de a caballo había establecido como
forma de vida en México durante cuatro siglos.
Sí, porque no
es lo mismo cruzar llanuras y montañas a velocidades de 80 y 100 kilómetros por
hora, o peor aún, a bordo de un avión entre las nubes, que apreciar paso a
paso, a lomo de mula, las bellezas del paisaje, las montañas y los ríos, las
cascadas, los colores del campo, el lenguaje de los animales, los sonidos de la
noche, y disfrutar además el contacto directo con las tradiciones y costumbres
de los pueblos.
Abundan los
testimonios de visitantes extranjeros que, lejos todavía de la velocidad
impuesta por la vida moderna, tuvieron ocasión de gozar esta relación íntima
con el paisaje mexicano en los tiempos en que no se podía viajar más que a lomo
de bestia, en cómodas literas o en el mejor de los casos, a bordo de diligencias.
Asombran los
relatos de viajeros, testigos de imponentes espectáculos naturales que no
vieron ni verán ya las nuevas generaciones, porque incluso algunos de ellos
se han perdido para siempre.
Esplendor y muerte de una maravilla natural
Esto es lo que ha quedado de aquel prodigio.
El Salto de Juanacatlán, sobre el Río Santiago, al Sureste de
Guadalajara, que fue hasta hace unas décadas la admiración de propios y
extraños, a la fecha se encuentra lamentablemente reducido a unos cuantos
chorros de aguas pútridas y malolientes que matan hasta el zacate.
Esta
maravilla de la Naturaleza fue visitada en 1824 por el viajero italiano Giacomo
Constantino Beltrami. Así la vio:
El río se abre paso a través de un “seminario”
de rocas dispersas en una pendiente; después se inclina sin tropiezos sobre una
de las bocas del precipicio y ofrece una extensión de agua cristalina que se
desliza sin ruido. Allí, entre mil curvas, se precipita fogosamente y se
levanta en mil pequeñas cascadas separadas; en otro lugar parece una cuna
estrecha, para precipitarse después con toda su enorme masa desde una gran
altura con un ruido ensordecedor; más lejos, serpentea entre pequeñas islas y
rocía árboles majestuosos, cuya sombra desparrama mil colores sobre las ondas;
luego se oye que muge, pero ya no se le ve hasta que reaparece en el fondo de
un abismo, escapando con gran furia del precipicio que quiere encadenarlo. Me
encantaría poder pintar este espectáculo, pero me es imposible. Dudo mucho que
los poetas y los pintores más hábiles puedan reproducir este lugar tal y como
la Naturaleza lo ha creado; se agotan en él todo lo que de ideal tienen lo
bello y lo horrible, y creo imposible que pueda encontrarse algo parecido (El
aspecto de las cataratas del Niágara que vi después, no hizo más que confirmar
mi opinión). La noche cayó y ocultó este espectáculo maravilloso. Vayamos a
soñar con él...
La estúpida indiferencia
El propio
Beltrami comenta luego que cuando regresó a Guadalajara las gentes se
sorprendían y aún se burlaban del éxtasis que tal prodigio natural había producido en su alma, y curiosamente, dice, nadie le habló de esto en la
ciudad, ni aún las personas más distinguidas de la provincia. “Otro efecto más de esta estupidez, de esta
indiferencia asiática”, afirma.
Tal apatía ante los valores de la Naturaleza, que por lo visto data de muchos años, es lo que ha provocado la pérdida ¿irreversible? del bello Salto de Juanacatlán. ¡Qué vergüenza!
Obra consultada: Beltrami, J.C. Le
Mexique. Paris, Crevot, 1830.
Imágenes: Página de Coplaur Guadalajara en Facebook.
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