Camino de diligencias México-Veracruz.
En los años
30 del siglo XIX los caminos de México se habían llenado de ladrones, ya que
los gobernantes, enfrascados en la lucha por el poder, no tenían tiempo de ocuparse
en la seguridad de los viajeros. Una de las rutas más peligrosas era la de
México-Veracruz, recorrida a diario por gente adinerada a bordo de diligencias,
así como por numerosos arrieros que traficaban con mercancías entre ambas
ciudades.
Sobre ese
camino, en el monte de Río Frío, entre los valles de México y de Puebla, operaba
una famosa banda de asaltantes, cuyas acciones recrea Manuel Payno en su novela
Los Bandidos de Río Frío (1888-1891).
En el primer
asalto a la diligencia que encabezó el capitán de bandidos llamado Evaristo,
éste apareció de pronto en el camino al frente de un grupo de enmascarados
montados en buenos caballos y bien armados.
¡Alto!, gritó Evaristo al cochero, haciendo girar y pararse de manos
a su caballo alazán y apuntando su pistola en todas direcciones. Cuando el
carruaje se detuvo, se acercó a la portezuela derecha, y apuntando dijo: Al que se mueva o grite le vuelo la tapa de
los sesos.
Entre los
pasajeros se hallaba don Manuel Escandón, uno de los empresarios más poderosos
de la capital mexicana, otros dos ricos empresarios, dos señoras ancianas que
regresaban a Puebla con sus dos criadas, y dos comerciantes que bajaban a
Veracruz a hacer sus compras de invierno.
Todos ellos
habían oído hablar del peligro que había en ese punto del camino, pero también sabían
que si no oponían resistencia, podían salvar la vida. Ante el terror de sus
compañeros de viaje, don Manuel Escandón dijo tranquilamente: No hay necesidad de violencia, señor
capitán. Estamos prontos a hacer lo que usted mande.
Entonces,
todos los pasajeros empezaron a entregar sus pertenencias: dinero, relojes de
oro, alhajas y hasta relicarios que llevaban las señoras con imágenes y
astillitas de huesos de santos.
Cuando los
pasajeros dijeron que ya habían entregado todo, el bandido les ordenó que
bajaran de la diligencia y se tendieran boca abajo en el suelo, amenazándolos de
muerte si levantaban la cabeza. Una de las ancianas, que luego se supo era doña
Cayetana del Prado, dama antigua y principal de Puebla, había ocultado en el
seno una bolsita de seda llena de escuditos de oro, que creía haber escapado,
pero por desgracia se le cayó al bajar del carruaje. Esto encendió la cólera
del bandolero.
Sin embargo, siguió la búsqueda de bultos,
baúles y equipajes de los viajeros, a bordo de la diligencia.
En eso pasó por
el camino una recua de mulas cargadas con azúcar y aguardiente, seguida a pocos
minutos por indios de las cercanías, a pie, y por otros con burros cargados con
huacales de fruta o de vacío. Todos fueron detenidos y amenazados de muerte por
los enmascarados si intentaban retroceder o defenderse.
Evaristo ordenó
a los pasajeros que se levantaran todos, menos la anciana que había ocultado la
bolsita con oro, y encaminándose hacia ella con la pistola en la mano, amenazó
con matarla, pero ante las súplicas de los demás pasajeros, en vez de darle un
tiro, tomó la cuarta que tenía abrochada en la pretina de las calzoneras,
levantó las ropas y le aplicó dos o tres cuartazos que le hicieron dar gritos
de dolor. La pobre señora se desmayó.
Después el bandido hizo
subir a todos en el carruaje y les dijo: Los he tratado como si hubieran sido
mis amos, pero tengan muy presente lo que les voy a decir: si al llegar a Puebla chistan una palabra, cuéntense por muertos […]. Donde
quiera que los veamos los hemos de matar. Y agradezcan que por ustedes no maté
a esa condenada vieja que ya me había robado el fruto de mi trabajo.
Luego,
ordenó al cochero que arrancara, y cuando la diligencia desapareció entre las vueltas
del camino, reunió a los arrieros e indios detenidos, que eran más de 30, y les
hizo las más terribles amenazas si decían algo de lo que había pasado.
Finalmente, se
fue con sus enmascarados a su escondite, en el Rancho de los Coyotes, a
repartir el robo, que sumó 600 pesos en monedas de oro y plata; tres relojes de
oro y uno de plata; como diez anillos de oro con algunos brillantes, otras
alhajas y ropa nueva y muy cara que venía en el baúl de don Manuel Escandón. Evaristo quedó contento. Dejó para él la
tercera parte del botín, a su segundo, Hilario, le dio otra tercera parte, y el
resto lo repartió entre los indios integrantes de la banda.
De ahí en
adelante, Evaristo y sus secuaces siguieron cometiendo numerosos asaltos en ese
camino, con la mayor impunidad.
Dibujo de Alberto Beltrán. Viajes en México (1972). Secretaría de Obras Públicas.
Fuente: Manuel Payno. Los Bandidos de Río Frío (1888-1891).
Fuente: Manuel Payno. Los Bandidos de Río Frío (1888-1891).
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