En su novela
Astucia (1865), Luis G. Inclán narra las aventuras de un joven llamado Lorenzo,
quien cansado de ensayar diversos empleos al servicio de hacendados que lo
trataban como esclavo, pidió permiso a su padre, un honrado ranchero, para
abrazar el oficio de la arriería y así respirar el aire libre en el camino, el comercio, sin depender de voluntad
ajena […] Habilíteme usted con las dos mulas viejas del carrito, la yegua mora
lunaca, arrecuándome con mi padrino las llenaré de aguardiente y marcharé por
esos mundos de Dios a buscar mi suerte.
-Pero si, como dices, te horroriza la
esclavitud –le
contestó su padre-, ¿qué más servilismo
quieres que ser esclavo de tus propios animales?
-Eso muda de sentido, señor padre, ellos
dependen de mi voluntad y si me esclaviza el atenderlos y cuidarlos, veré algún
día el fruto de mi trabajo; los tendré tamaños de gordos; valdrán más; los
cargaré a mi satisfacción; en fin, tendré otras mil ventajas que nunca alcanza
el dependiente.
-Y si cuando estés muy callado te asaltan en
el camino, se te desrenga una bestia o
te sucede una de tantísimas desgracias a que continuamente vas a estar
expuesto, ¿qué sucede?
-¿Qué ha de suceder? Yo siempre
tomaré mis precauciones para evitarlas hasta donde puedan mis alcances; si a
pesar de eso me sobreviene alguna, redoblaré mi trabajo para restaurarla, y
quiera o no, tendré que aguantarme fuerte; en lo más seguro hay riesgo, ninguno
está exento de una mala hora; en fin, voy a probar fortuna, señor padre, deme
la mano para ver qué tal me pinta ese giro […]
-Hay otra cosa sobre eso, Lorenzo,
que no es de mi agrado y en confianza te lo digo: para que los aguardenteros
puedan tener alguna regular utilidad, necesitan no sujetarse sólo a sus fletes,
sino engañar a sus marchantes adulterando su efecto, o contrabandear para
excusarse de pagar los derechos de alcabalas, ambas cosas son ilegales y me
repugna ese modo de buscar el dinero, que por lo general es salado y no les luce.
-Esos son escrúpulos, señor, porque
si el aguardentero echa agua es porque el consumidor quiere pagar barato sin
hacer mérito de la calidad del efecto; y respecto de las contrabandeadas se han
generalizado tanto que el comerciante, el hacendado, el propietario, y hasta el
infeliz indio carbonero procuran ver cómo excusan los derechos, impuestos,
peajes, contribuciones y cuantas pensiones gravitan sobre ellos, contraviniendo
a las leyes, y el dinero que dejan de pagar no se les sala sino que lo ostentan
en su lujo y lo tiran con franqueza […]
Aunque no
convencido de las razones de su hijo, el padre tuvo al fin que acceder para
evitar que tal vez fastidiado tomara otra determinación.
Y no le fue
mal a Lorenzo en su nuevo oficio, pues con tanto afán se dedicó al mismo que al año ya tenía ocho magníficas mulas
propias, un buen macho de silla romito; cargaba dieciséis barriles que en menos
de quince días realizaba en sus entregos, y volteaba un capitalito de más de
seiscientos pesos, concluye Luis G. Inclán.
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