En anterior entrada
de este blog narré la historia del Gigante
de Amatlán, arriero que en las primeras décadas del siglo XX cobró fama en
Jalisco por su extraordinaria estatura y fuerza, ya que era capaz de levantar
un burro de tamaño normal con todo y carga. Ahora hablaré de otro ranchero,
bastante fuerte también, que sabía cómo tratar mulas broncas.
Era un tal
Garduño, que según cuenta Luis G. Inclán en su obra Astucia (1865), llegó un día a la hacienda de Tepetongo al tiempo
que unos charros estaban herrando
una partida de mulas cerreras en el corral, y al ver que las manganeaban y
porraceaban sin compasión, les dijo con tono de lástima:
-Pobrecitos animalitos, no las
maltraten, cójanles las patitas y acuéstenlas con cuidado, y luego con sólo
estirarlas de una pata échenlas fuera del corral, ¿para qué son esos lazos y
jalones?, no sean bárbaros.
-¿Pues qué son borregos? –respondió
uno de los que estaban lazando, que era nada menos que el dueño de la partida-;
del dicho al hecho hay mucho trecho.
-Cuando yo lo digo, amito, es porque
lo sé hacer […] Si quiere perder algo les daré una leccioncita.
-Cuantas mulas acueste y las eche
fuera como ha dicho, se las regalo, dijo el dueño, tildándolo de hablador.
Garduño
aceptó el reto: Se puso su barboquejo, escupió y restregó las manos, abriendo
los brazos y silbando, arrinconó la mulada, se arrimó violentamente y le tomó
con la mano izquierda una pata a una de las mulas más gordas y corpulentas, que
tirando coces, en vano trató de librarse; en un descuido le agarró la otra
pata, y cruzándole corva sobre corva la hizo caer al suelo de costillas poco a
poco. Luego llamó a los vaqueros para que fueran a herrarla. Una vez marcada le
soltó una pata, y estirándola de la otra con una mano, se la fue llevando
andando el animal en tres pies para atrás y la sacó del corral hacia otro
inmediato.
Así siguió
impávido sacándose las mejores mulas ante la admiración de todos los
concurrentes, venciendo fácilmente la más o menos resistencia que le hacían, y
mirando el dueño que ya se había sacado media docena, dijo lleno de asombro:
-¡Basta, basta, amigote!, quedo
convencido de su poder, soy un necio con dudar de los hombres. Dios le conserve
su canilla, que seguramente como esa no hay dos.
Garduño le
pidió luego que le diera el precio de esos animalitos para pagárselos.
-Esas seis mulas son de usted, señor
mío, yo también sé sostener lo que digo.
“Pues entonces punto en boca y viva
usted mil años”,
respondió Garduño, y dirigiéndose a los lazadores les dijo: “Señores, sigan en su diversión y derrenguen
mulas, que por mí y el cura, toda la cuenta es una”.
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