Hacíamos noche en ranchejos donde no encontrábamos ya no digamos holandas y martas cibelinas; pero ni siquiera los elementos que podían hallarse en los ventorrillos del tiempo.
Tres veces nos acostamos sin cenar; dormíamos en los sudaderos de los caballos, con las sillas por cabecera, teniendo cerca las pistolas y los sables para prevenir cualquier accidente. Cuántas caras paitibularias vimos entonces, cuántos tipos malencarados que no se recataban de decir que iban a la pronuncia, á la bola o á ver qué Dios daba.
Una mañana, cuando todavía la salida del sol tardaba mucho, ensillamos los caballos y por mano propia abrimos la puerta del mesoncillo de Paredones. Como desde la noche habíamos dejado arregladas nuestras cuentas con el güéspere, nadie se opuso á que sacáramos las bestias. Dormían profunda y ruidosamente, recostados en aparejos y mantas, los arrieros que esperaban el alba para moverse de nuevo. Se moría la lumbre del fogón en que habían jatiado unos dueños de mulas; ladraba un perro que recibía inmediata contestación de otros cien. Como la luna brillaba en todo su esplendor, pude ver á unos que parecían dormir cerca y que alzaron la cabeza cuando nosotros, ya montados, hicimos resonar las guijas del zaguán con las herraduras de nuestros pencos.
Fragmento de "Episodios Nacionales Mexicanos". Victoriano Salado Álvarez (1902).
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