El
arriero tiene el alma ilógica y absurda del capitán de un barco o un conductor
de trenes. La perenne inquietud que da a las almas el deseo de conocer mil
hombres y mil pueblos distintos. Hablar con el capitán de un barco es como
hacer un viaje alrededor del mundo. ¡Cuántas bellas ciudades, cuántas lindas
mujeres ha visto este hombre a través de sus largas peregrinaciones!
Sin
embargo, en las almas inquietas de los arrieros, estos humildes peregrinos, hay
una gran dosis de serenidad y de filosofía resignada, que no es fácil encontrar
en el capitán de un barco o en el conductor de trenes.
Esto se
debe, seguramente, a que el pensamiento del arriero se mueve al mismo compás
del andar lento y cansado de sus cabalgaduras, siempre cargadas de mercancía y
cruzando por ásperos caminos pedregosos, sin puentes, y casi siempre
suspendidos sobre profundas simas.
Además, el oficio de la arriería, requiere un
largo aprendizaje, en donde es preciso ejercitar, sobre todo, la paciencia,
para escuchar con calma los fuertes improperios y las palabras mal sonantes que
indefectiblemente lanzarán los arrieros superiores contra los inferiores; pues
sabido es que para significar la mala educación de una persona, se dice que
parece un arriero.
El muchacho que se dedica a la arriería, debe
ser lo más despierto y avezado posible. Pues colocar un aparejo, aunque parezca
extraño a las personas ciudadanas y poco instruidas en el difícil oficio de la
arriería, requiere una enseñanza concienzuda.
Los “suaderos” se deben
colocar cuidadosamente, y después de un detenido examen del lomo de las mulas,
para evitar desolladuras o “matadas” lamentables. Las cinchas, igualmente, se
deben apretar de un modo hábil para que no vayan ni demasiado ajustadas y
provoquen en las mulas esos ruidos poco decorosos, ni demasiado flojas, de
manera que hagan peligrar la carga.
Es también indispensable
en el oficio de la arriería, conocer algo de veterinaria; pero no de la
veterinaria erudita y sabia de los libros, sino de la veterinaria práctica que
es más difícil de alcanzarse, pues sólo puede aplicarse después de una madura
observación de los síntomas y teniendo en cuenta la idiosincrasia de la mula
enferma, lo que no es muy sencillo.
Fragmento de “La Arriería en México”. Salvador Ortiz Vidales (1929).