viernes, 28 de diciembre de 2012

Dios mío, apiádate de la mula


(Wikifaunia.com)

Please, God, take care of the mule es el título original de una breve crónica escrita por la estadounidense Lini Moerkerk de Vries sobre sus andanzas en el Alto Papaloapan a mediados del siglo pasado, donde a falta de caminos para automóviles, tuvo que realizar peligrosas travesías montada en una mula, bajo la guía de arrieros.
Hija de padres holandeses, Lini Moerkerk nació en Nueva Jersey, Estados Unidos, hacia la segunda década del siglo XX, y habiéndose graduado en Salud Pública en la Universidad de Columbia, ejerció su profesión en México a partir de 1949.
Su trabajo estuvo vinculado a la construcción de la Presa de Temascal y al reacomodo de los indígenas mazatecos cuyas poblaciones fueron cubiertas por el agua. Como organizadora de campañas de salubridad, le correspondió capacitar a promotores de salud en áreas de muy difícil acceso incluso a lomo de mula, que es el animal más apropiado para estos caminos.
Mi mula –dice la señora De Vries- tenía una personalidad particularmente terca; siempre era la última en la fila. No me prestaba ninguna atención cuando le pedía que se apresurara, para alcanzar a los demás. Cuando llegaba a donde había hierba que le apetecía, volteaba a mirarme con ojos brillantes, y se paraba a comer. Yo sólo podía sentarme a esperar hasta que estuviera lista para avanzar de nuevo. Más tarde aprendí a confiar en ella. Cuando íbamos por las curvas de un estrecho camino de no más de dos pies de ancho, con escarpados riscos hacia arriba y una caída de miles de pies hacia abajo, la mula avanzaba con precaución atemorizante, mientras yo me detenía de la pared del desfiladero para el caso de que ella resbalara. Una y otra vez, me escuché decir por debajo de mi aliento: - Dios mío, por favor, apiádate de la mula.
En tan apuradas circunstancias, ¿qué más se puede pedir?

viernes, 21 de diciembre de 2012

Los chicleros


Extracción del chicle (Imagen: José Carlo González. La Jornada).

Así como surgieron los arrieros neveros en el Valle de México, los mineros en Zacatecas, los tequileros en Jalisco, los tabaqueros en Veracruz y los madereros en Chihuahua, por mencionar algunos ejemplos, también prosperaron los chicleros en el Sureste mexicano, donde se produce la goma de mascar.
En su obra Tribus y templos (1926), los exploradores Frans Blom y Oliver La Farge, danés el primero y estadounidense el segundo, que viajaron por el Sureste para estudiar la cultura maya, ilustran sobre el proceso de extracción del chicle, su transporte y los riesgos que afrontaban los arrieros dedicados a este comercio:
Con frecuencia veíamos árboles de chicle y la actividad de quienes los explotaban. Chicle es el nombre de la materia prima con que se fabrica la goma de mascar y se obtiene de un árbol llamado chicozapote, el cual se encuentra únicamente en [esas] selvas… Es un árbol alto de madera muy dura, tanto que cuando se seca no le puede penetrar un clavo. Los antiguos mayas usaban esta madera para dinteles y cornisas de sus templos. La goma de estos árboles se usaba como ofrenda para sus dioses. Esta savia la extraen los chicleros o chupadores del chicle. Se suben el árbol con la ayuda de escalas como las que usan quienes instalan los postes telegráficos.
Con machetes hacen heridas en zigzag en la corteza del árbol. La savia blanca que mana de estas cortadas se colecta en pequeñas bolsas fijadas al pie del tronco. Parece fácil y simple, pero cuando uno observa a estos hombres cómo ponen su vida en peligro, la historia es muy diferente […]
Cuando el chiclero ha llenado sus bolsas con la goma blanca, la reduce por medio de cocción en pequeños moldes y finalmente la junta toda para formar un pedazo de 50 kilos, de un color café oscuro. Al hervirlo le agregan todo género de objetos para que aumente su peso. Afortunadamente, la goma llamada cruda se limpia y esteriliza con cuidado antes de que salga  al mercado. Dos pedazos hacen la carga de una mula. Desde el campo del colector estos bloques se transportan a través de los ríos. A menudo se requieren días y semanas para viajar sobre caminos donde las pobres mulas van hundidas en el lodo hasta sus barrigas. Algunas veces los bandidos interfieren los caminos con sus recuas de 20 o 30 mulas, al final desaparecen mulas y chicle, sólo quedan chicleros muertos, mudos testigos de lo que sucedió.
El proceso de extracción comercial del chicle empezó a finales del Siglo XIX, aunque el auge se dio durante la Primera Guerra Mundial, cuando su consumo se expandió por todo el mundo. Hasta 1964, México fue el primer productor mundial de goma natural, sitio que perdió al aparecer las gomas sintéticas, derivadas del petróleo. Actualmente sólo el 2 por ciento de la producción mundial de chicle proviene de goma natural.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Los neveros

El Popocatépetl (Fotografía de José Ricardo Guarneros Rico).

Habitual fue el consumo de nieve en la Ciudad de México y en el Puerto de Veracruz durante la Colonia y el Siglo XIX, gracias a los arrieros neveros que a lomo de mula bajaban el producto desde las cumbres de las más altas montañas hasta las ciudades, ya que en esos tiempos, sin energía eléctrica, no había otra forma de abastecer a las heladerías.
En su Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España, Alexandro de Humboldt, quien recorrió México a principios del Siglo XIX, dice que “se han establecido postas para llevar la nieve con la mayor celeridad a lomo desde la falda del volcán de Orizaba al puerto de Veracruz. El camino que corre la posta de nieve es de veintiocho leguas. Los indios escogen los pedazos de nieve que están mezclados con granizos conglutinados. Por una antigua costumbre cubren estas masas con yerba seca y algunas veces con ceniza, substancias ambas que es bien sabido son malos conductores del calórico. Aunque los mulos, así cargados, van de Orizaba a Veracruz a trote largo, se derrite más de la mitad de la nieve en el camino”.
En la época colonial había incluso un impuesto a ese gélido comercio que se llamaba estanco de la nieve: podría causar maravilla el ver que en América se considera como propiedad del rey de España aquella capa de nieve que cubre la alta cordillera de los Andes (mexicanos). El pobre indio que llega no sin riesgo a la cima de las cordilleras, no puede recoger la nieve o venderla en las ciudades inmediatas, sin pagar un tributo al gobierno, añade el autor.
Asimismo, el Diario de Marie Giovanini, refiriéndose al viaje hecho por Madame Callegari a México en 1854, asegura que las heladerías de la Ciudad de México se surtían con nieve bajada del Popocatépetl. Otras ciudades también eran abastecidas de esa fuente y del Pico de Orizaba.
Igualmente, en México. Paisajes y Bosquejos Populares (1855), el alemán Carl Christian Sartorius, hablando de los vendedores ambulantes de la capital mexicana, dice: Durante la temporada de calor se escucha en todas las calles el grito de “nieve, nieve”; son los neveros que llevan sobre la cabeza grandes botes y que por una pequeña suma refrescan al sediento.
Como puede verse, los antiguos mexicanos sabían arreglárselas para disfrutar de las cosas buenas de la vida, mucho antes de que los grandes descubrimientos científicos y tecnológicos vinieran a facilitar las cosas.
El Ixtaccíhuatl (Fotografía de José Ricardo Guarneros Rico).

viernes, 7 de diciembre de 2012

El oficio de aguador



El de aguador, encargado de llevar agua desde las fuentes públicas a las casas de los ricos, es uno de los muchos oficios que en su función de transportistas desarrollaron durante siglos los arrieros mexicanos, antes de que se construyeran las modernas redes de agua potable que abastecen hoy a las ciudades, y antes también de que aparecieran las embotelladoras que en camiones especialmente acondicionados hacen llegar a los hogares el líquido vital.
Sobre este particular, Los mexicanos pintados por sí mismos, obra escrita en 1854 por una Sociedad de Literatos, dice que el modo de transportar el artículo de su comercio no es igual en todas partes: hay ciertos provincialismos muy notables. En otros lugares de la república (se refiere a sitios alejados de la Ciudad de México) tercia en sus hombros un timón encorvado con dos canaladuras en sus extremos, adonde cuelga con dos cuerdas dos cántaros de igual tamaño para poder caminar equilibrado con el peso. En Guanajuato tiene el aguador un cofrade, un burro sobre el cual carga sus garrafas. En Querétaro lleva cuatro cántaros en una carreta de una rueda y cuatro pies; pero sea como fuere marcha rápido a hacer sus entregas.
Acerca del cargador de agua en la Ciudad de México escribió también el naturalista alemán Carl Christian Sartorius en su obra México. Paisajes y Bosquejos Populares (1855). Lo describe así:
El aguador es la persona de confianza en las casas de sus clientes; el portero conversa con él, la cocinera le reserva una rebanada de carne, la ayudante de cocina y la recamarera tienen una magnífica opinión de su persona; los niños de la casa lo quieren y hasta la señora lo consulta cuando desea cambiar una de las sirvientas o contratar un mozo, sobre todo lo que pasa en la ciudad y puede dar incluso amplia información de lo que ocurre en el seno de las familias. Más de una nota perfumada le ha sido confiada, más de una recamarera bonitilla le da órdenes de viva voz. Pero jamás abusa de la confianza y defiende la reputación inmaculada de sus clientes.
Asimismo, Émile Chabrand, en su libro De Barceloneta a la República Mexicana (1892) se refiere también a los aguadores señalando que su pecho está aprisionado por una gruesa coraza de cuero. Porta además un mandil del mismo material, en el frente, sobre los muslos y las piernas, y otro semejante por detrás. Calza huaraches y su cabeza la recubre con algo parecido a una gorra semiesférica, con visera, todo de cuero grosero y tan sólido como el yelmo de un caballero. Dos correas pasan sobre este casco: una se apoya en la frente y la otra en la parte alta del cráneo. De la primera está suspendida una gran ánfora, cuyo fondo descansa sobre un travesaño de su mandil trasero debajo de los riñones, y de la segunda, la gran olla que le cuelga frente al vientre.
Soportando de esta guisa su doble carga con la cabeza, tal como un buey que tira del yugo, el aguador trota todo el día, curvado bajo el aplastante peso de sus grandes recipientes de barro cocido llenos de agua […]
La reunión de los aguadores en torno de las fuentes públicas, provistas de sus cántaros de barro cocido vidriado y brillante, su armadura o aparejo de cuero, su tipo muy acentuado y con sus actitudes y movimientos tan característicos, y en medio de ellos el ir y venir de las jóvenes y bonitas muchachas del pueblo, alegres y risueñas, que vienen a aprovisionarse de agua en las desbordantes piletas, todo contribuye a hacer de cada esquina y de cada encrucijada menor de calles, un cuadro divertido y pintoresco.
Hasta aquí la cita de Émile Chabrand, nacido en 1850 en Barceloneta, Francia.