viernes, 22 de febrero de 2013

De cómo un afligido esposo salva su matrimonio



  En Mi primera mujer (1940) el escritor campechano Juan de la Cabada cuenta lo sucedido a un leñador que habiéndose casado con una mujer mayor que él, llamada Faustina, vivía contento con ella porque le cumplía todos sus antojos, hasta los más extravagantes. Sin embargo, viendo que uno de sus vecinos se daba gusto golpeando todos los días a su esposa, al leñador le entró la idea de imitarlo, pero no hallaba motivo para golpear a Faustina, porque simplemente ella no lo daba.
   Tanto le inquietó la idea de pegarle a su mujer que fue a pedirle consejo al vecino, y éste le recomendó que comprara un kilo de carne y que le pidiera a su esposa la preparara en cinco guisos diferentes. No lo hará –añadió el amigo- ya sea por perezosa o porque no pueda, y ahí tendrás la primera ocasión para darle una paliza. El leñador puso en práctica el consejo, pero inútilmente porque Faustina le preparó los cinco guisos tal como los pedía.
   Así por el estilo, ensayó otros medios para enfadarla, y ninguno funcionó, hasta que un día se acabó el trabajo del monte y la pareja se quedó en la miseria. El marido tuvo que vender hasta el burro en que  llevaba la leña al pueblo. Fue entonces cuando zumbaron a su alrededor las indirectas y los improperios: ¡Grandísimo holgazán! ¡Ya estoy cansada de ti!, gritaba Faustina, quien acabó por correrlo de la casa: ¡Lárgate y no vuelvas!
   Ahora sí hay motivo para pegarle, pensó el leñador, pero vio que no era oportuno. Tomó su sombrero y se fue hasta llegar a la orilla de un arroyo donde había un árbol con sombra. Ahí se sentó a lamentar su desgracia.
   En esto –dice- vi que venía un arriero. Las mulas de carga pasaron, pero la de silla no quería pasar porque era bronca. El arriero sacó su cuarta y empezó a darle de cuartazos, pero la mula, terca, pateaba y se revolvía en el mismo lugar sin querer cruzar el agua. El arriero la tundió hasta que logró lo imposible: que la mula cruzara el corriental. Yo, en vista de aquello, corrí tras del arriero:
   -Oiga, amigo, le compro a usted esa cuarta.
   El arriero no quería venderla porque la necesitaba para su mula cerrera. -¿Tú para qué la quieres?, preguntó.
   -Es para pegarle a mi mujer. He mirado bien que ese animal que traes es muy bronco. Sin embargo, lo domaste, y ¿por qué yo no he de domar a mi mujer?
   -¡Ah!, siendo para eso, amigo, te la obsequio, dijo el arriero.
   El leñador volvió a su casa con la cuarta sobre un brazo.
   -¿Tan pronto regresas, grandísimo gandul?, le dijo Faustina al verlo.
   El marido, sentándose a descansar en una piedra, le pidió que como era la última vez que la molestaba, le pusiera agua para bañarse. Diligente como era, la mujer al minuto le avisó que estaba lista el agua.
   –Bueno, ahora búscate una batea y ponme ahí el agua, dijo el marido.
    -¡Ah qué caprichos tienes!, se quejó la mujer, pero lo hizo.
   Todo dispuesto, ordenó a Faustina que brincara de un lado a otro de la batea.
   -¡Eso sí que nunca lo verás! ¡Es demasiado!, contestó.
   Al cabo –dice el protagonista de la historia- le descargué sólo un cuartazo, ¡uno solo!, y sin aguardar a que repitiese yo, brincó la tarde entera, de un lado a otro de la batea… Y hubiera seguido brincando siempre hasta la hora de la muerte, si de rodillas y con lágrimas de arrepentimiento no le hubiese suplicado que parase.
   Desde aquel día –asegura- su mujer lo quiso más y más. Y pronto lo engancharon los contratistas para el corte de caoba, de donde  ganó lo suficiente para el sustento de su casa, satisfecho de no parecer holgazán a los ojos de Faustina.

   Imagen: De la página Ameca Turístico en Facebook.
   Fuente: Juan de la Cabada. Mi primera mujer en Paseo de mentiras (1940).

viernes, 15 de febrero de 2013

De cómo soldados y arrieros cruzan los ríos



Quinientos soldados de un ejército de caballería llegan a la orilla de un caudaloso río que deben cruzar de inmediato; no pueden esperar a que baje la corriente porque el tiempo es limitado y la columna necesita ser puntual; el plan de ataque así lo exige. Detrás de los soldados vienen los arrieros con todo el bagaje de la tropa. Ambos, soldados y muleros, atraviesan con éxito el ancho y violento afluente, pero cada quien a su modo.

Cómo pasan el río los soldados

Entre los soldados, unos cruzan montados y otros nadando. Quienes confiesan no saber nadar, dicen que lo mejor es confiarse al caballo, pues que los caballos son buenos nadadores y siempre salvan al jinete.
Los caballos, en cuanto meten las manos al agua, clavan las orejas hacia adelante, encojen el cuello y resoplan desconfiados. Se arrojan al sentir los talones en los ijares. Cuando el agua les cubre las costillas completamente, comienzan a nadar, estirando el cuello para conservar a descubierto boca y nariz.
A la otra orilla sale ya un grupo de jinetes. De los caballos se miran apenas las cabezas, tendidas. Se oyen los resoplidos de las bestias y por sus movimientos se conoce que no alcanzan fondo. Los jinetes llevan el agua a la cintura y se escuchan los gritos de quienes, más expertos o mejor montados, dan ánimo a los que corren peligro: ¡No mires la corriente, muchacho! ¡Mira para el monte, para el cielo! ¡Si miras al agua te mareas!
Otros soldados no se sienten seguros sobre la silla por  temor de que el animal dé una voltereta y los aplaste en la caída; han echado a fuerza de latigazos y gritos sus caballos, los cuales, una vez en la corriente, siguen el rumbo marcado por los delanteros. Esos hombres suben por la orilla, entre los breñales, y muy arriba del vado se echan a nadar. Se les mira hundirse y emerger en el vaivén de los jalones del río. Cuando se les viene encima un tronco, se sumergen o bracean más rápidamente.

Cómo cruzan el río los arrieros

Llegan luego los de la impedimenta: Es toda una recua cargada con cajas de parque, ametralladoras y carabinas, al cuidado de varios arrieros. Las bestias son detenidas en la orilla. Los arrieros les aprietan cinchas y pretales para que no vaya a voltearse el bulto […] Algunos de los arrieros se quitan sus ropas, las cuales colocan en el ala del sombrero, y, cogidos de las colas de las acémilas, van tirados a merced del agua, como lagartos muertos. Otros se sientan en las ancas de las mulas más fuertes. Algunas de las acémilas equivocan la dirección y son disciplinadas a gritos de una fuerza irresistible.

Moraleja: No importa cómo se salva un obstáculo, importa hacerlo a tiempo y bien.

Imagen: De la página Puente De Camotlán La Yesca, Nay., en Facebook.
Fuente: Gregorio López y Fuentes. Campamento (1931).




viernes, 8 de febrero de 2013

Pascual Orozco, de arriero a revolucionario


General Pascual Orozco Vázquez.*

El general Pascual Orozco (1882-1915), uno de los principales revolucionarios que arrojaron del poder al dictador Porfirio Díaz en 1911,  fue arriero en su juventud. En recuas de mulas llevaba mercancías desde Pinos Altos hasta el mineral de Batopilas, en el Sur de Chihuahua, y de regreso traía barras de plata, de suerte que al abrazar la causa revolucionaria, aprovechó su perfecto conocimiento del territorio para combatir exitosamente a las tropas federales en la primera etapa de la rebelión.
En su novela histórica Se llevaron el cañón para Bachimba (1942), que trata de la derrota del propio general Orozco en 1912, cuando se rebeló también contra el Presidente Francisco Madero, por considerar que éste no cumplía con el Plan de San Luis, el escritor Rafael F. Muñoz pone en boca del general Marcos Ruiz una interesante referencia a las montañas de Chihuahua, donde recrea el ambiente que vivió en su juventud el afamado revolucionario. Dice así:
Ahí nací yo, cuando mi padre tenía unas recuas de mulas para transportar la plata desde la mina hasta el ferrocarril. Conozco cada montaña y cada vereda; conozco cada mina. Si algún día los federales llegan a venir por aquí, me sumerjo en la profundidad de la tierra y nadie se atreverá a ir a buscarme; puedo vivir semanas enteras en las grandes cavidades donde la plata fue abundante y pasarme de un nivel a otro por los tiros más peligrosos o más angostos. Y si salgo al campo, puedo alejarme de todo poblado y subsistir indefinidamente, para regresar cuando sea tiempo…
Más adelante agrega:
Cuando tenía diez años comencé a acompañar a mi padre en sus viajes con las mulas cargadas de barras de plata. No había este ferrocarril en aquel tiempo e íbamos hasta Chihuahua en 20 días de marcha. El contraste del mineral a la ciudad provocó mi curiosidad; leí muchos libros, especialmente la historia de México. Y durante los viajes, por las noches platicaba a los muleros de la conducta, a los rifleros que nos escoltaban. En el mineral hablaba a los muchachos, y aún a los hombres, hasta que comenzó a hacerse costumbre. Compraba libros y más libros y hacía viajes y más viajes. Mi padre murió y yo seguí la misma vida, trayendo barras de plata y enseñando a los muchachos. Hasta que vino la revolución y me uní a ella con todos mis muleros y mis rifleros, por lo que me hicieron coronel y luego general.
Finalmente, Orozco, como bien lo había previsto, no fue detenido en sus montañas de Chihuahua, que conocïa como la palma de su mano, sino en El Paso, Texas, donde los rangers norteamericanos lo asesinaron en 1915.
*Imagen tomada de la página Gral. Pascual Orozco Vázquez en Facebook.
Fuente: Rafael F. Muñoz. Se llevaron el cañón para Bachimba (1942).

viernes, 1 de febrero de 2013

Los mesones de Tacámbaro


Tacámbaro antiguo*.

En su obra Desbandada, José Rubén Romero (1890-1952) describe maravillosamente el pueblo de Tacámbaro, Mich., con sus calles pintorescas, plazas, portales, parroquia, industrias, comercios y habitantes, en la época que antecedió a la Revolución Mexicana. Hijo pródigo de Tacámbaro llaman en este pueblo al notable escritor, quien refiriéndose a los mesones que ahí había dice lo siguiente:
En el barrio de La Palanca abundan los mesones, esas típicas hospederías de pueblo que diríanse fundadas por Francisco de Asís para hermanar al hombre con la bestia. Todos tienen los mismos patios, llorosos de luna; las mismas rebosantes atarjeas, a cuyo borde se enfilan las recuas como los señoritos en un bar; en todos se respira olor idéntico a pastura y a correaje sudado; de los macheros sale la misma música de rebuznos, silbidos e interjecciones, y en todos ellos flamea como un buen capote de brega el zagalejo de Maritornes, tan dadivosa de su carne en la íntima comunión de los arrieros.
Arrancando de la falda del Cerro de la Mesa –dice el mismo autor- las calles forman una roja escalinata que parece de ladrillo de jarro, y son tan pendientes y quebradas, que no pueden transitar por ellas ni las carretas quejumbrosas de mansos bueyes pensativos, únicos vehículos existentes en el pueblo, ni las bestias de carga que los arrieros no se atreven a enfilar por dichos vericuetos, temerosos de que sus tercios emprendan, cuesta abajo, una rápida e imprevista carrera de obstáculos.

Aperos de arriería

También habla José Rubén Romero sobre el Portal de abajo, muy concurrido por los arrieros, donde se abastecían de los artículos necesarios para su duro oficio:
Ofrecen los jarcieros la fauna extravagante de sus mercancías: gruesas reatas que parecen culebras; pitas enroscadas que dan el aspecto de solitarias puestas en alcohol; bozalillos de crin, como ciempiés mortíferos, y las membranas transparentes de los más finos huangoches*. Los cordeles colgados de las puertas parecen trenzas rubias y los sudaderos de estopa quizá despierten la envidia de las recuas de carga, mustias y doloridas de carona. Como un pelotón de soldados, del cual no se vieran más que los pies, se alinean en el piso filas y filas de zapatos de becerro crudo que los rancheros se prueban con grande esfuerzo, al aire libre, untándose jabón en los talones.

*Imagen tomada del muro Tacámbaro Pro Pueblo Mágico.
*Guangoche. Tela burda y rala, hecha de ixtle. Suele servir para abrigo exterior de fardos. Santamaría.
Fuente: J. Rubén Romero. Desbandada (1934).