viernes, 30 de marzo de 2012

El regreso del arriero

Los Guajes. Las Ánimas. La Huerta de don Carmelo. El Camposanto. El vado del arroyo. La cañada se angosta. El pueblo no se ve; pero ya está en él. Una casa. Otra. Cercas. Conato de calle. Se hacen más frecuentes las casas. Irregular, tortuoso, el camino, al fin, ya forma una callecita, que a grandes trechos deriva callejones al Arroyo o a las estribaciones de la Mesa Real. El sol –un sol dominguero, liberal, que se ha quedado sin ir a misa, sentado en el bordo de las azoteas, acariciando con su vestido las fachadas, arrastrándolo apenas por la banqueta derecha- es un excelente ciudadano que no riñe ni con el cura, ni con el alcalde, y alegra democráticamente a todos los habitantes por igual. En el empedrado resuena bullangueramente la llegada del atajo, como diana de convite, que halla eco dentro de las casas y en la rutina somnolienta de los corazones. --Va llegando Lorenzo de Guadalajara. Los vecinos se asoman a puertas y ventanas. --¿Cómo te va, qué tal te fue, qué novedades hay por aquellos rumbos? Correo, periódico, agente confidencial y de compras, bolsa de valores, trueques y chismes, el regreso del arriero es un acontecimiento que remueve la monotonía del villorrio. --Esperando tu llegada, tienes a Mauricio como ánima en pena o como pájaro enjaulado. --Cho, burros, cho –grita Lorenzo con desparpajo-, nomás los desaparejo, cristianos, no coman ansias con sus encargos, adiós doña Rita, cho, sí, no se me olvidó su bitoque, don Juan, cho, burros, ora sí que corren al olor del pesebre, sin chirrión ni malas palabras, aquí vuelvo con sus avíos… Callejón del Pozo. Casa de Carmelita con zaguán en alto. Frente, los portales ahumados donde vive María Carrizales. Nueva torcedura de la calle. Al fondo, el portal del curato. Panadería de don José. Zapatería de Simón. El atajo de Lorenzo desemboca en la plaza a la hora en que la campana mayor anuncia la Elevación, y los que por la plaza transitan suspenden actividades, se quitan el sombrero y se arrodillan. El alboroto de los burros no respeta el silencio. Lorenzo como que se avergüenza de la irreverencia en que sus animales incurren. Suena la última campanada y el comercio se reanuda. Ya el sol arrastra sus vestiduras por media calle. Fatigosamente cuenta las diez el reloj de la Presidencia. Fragmento de “Aserrín de Muñecos”. Agustín Yáñez (1926).

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